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28 de marzo de 2013

Pondré mi corona a sus pies




                                                    
Pondré mi corona a sus pies

Nosotros, los que amamos la salvación, estamos esperando al Rey de Reyes, a nuestro amado Señor y Dios que viene presto a coronarnos. En las sagradas Escrituras encontramos un gran número de coronas para el creyente fiel que haya perseverado hasta el final.
Mi Dios es el que me ayudará a alcanzar la corona de vida, no son mis fuerzas, ni mi capacidad, es sólo Su gracia y grande amor con que me ha amado. Yo no tengo gloria alguna, toda la gloria y honra es de Él.
¿Has pensado alguna vez qué harás cuando te presentes delante de Jesucristo? Yo he pensado que me arrojaré a sus pies y pondré allí a sus pies mi corona. Él fue el que me dio la corona, el que peleó por mí, el que venció por mí, lo menos que puedo hacer es ponerla a sus pies en señal de mi profunda gratitud, porque nunca lo merecí, fue por Su gracia y Su grande e incomprensible amor. Yo nunca la hubiera alcanzado ni merecido.
Su muerte en la cruz me estremece. Fui comprada a precio de sangre. Cuánto dolor hubo cuando Él murió, hasta el sol, la obra de su creación, dejó de brillar. Toda la tierra quedó en oscuridad. A Él, el hijo de Dios, lo mató su misma creación. Cuando pienso que por Su llaga fuimos curados, como nos cuenta el profeta Isaías, pienso en Su sufrimiento por mí, por darme una corona incorruptible de gloria.
El apóstol Pablo, hablándole a los Filipenses, les dice: “Que Cristo siendo en forma de Dios no tuvo por usurpación ser igual a Dios, se anonadó así mismo, hecho semejante a los hombres y se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz”.
Cristo se somete voluntariamente a la muerte. Ahí se encierra el misterio de Cristo. El apóstol Pablo nos muestra lo más profundo del ser de Cristo, el hecho de que siendo Dios se hizo hombre para reparar el daño causado por la desobediencia de Adán, con Su obediencia. Adán, seducido por la curiosidad de lo prohibido, quebrantó la obediencia a su Creador, y por su desobediencia nos trajo la muerte, Pero Cristo nos trajo la vida nuevamente. Jesucristo es perfecto, porque es Dios, es el nuevo Adán, tiene el perfecto dominio de la creación, pero voluntariamente se despoja a sí mismo para reparar los efectos desastrosos de la desobediencia del hombre. Cristo renuncia a sus derechos que legítimamente le pertenecen, sin necesidad alguna se humilla hasta la muerte, solamente obedeciendo a Dios y para el bien nuestro. Este es el misterio de Su grande amor. La entrega total que el hijo de Dios hace me deja maravillada, escogió el camino del dolor para demostrarnos cuanto nos ama. Esa experiencia de sentirnos tan amados hace, no sólo que el corazón lata emocionado, o que salgan a borbotones he incontenibles nuestras lágrimas, sino que se doblegue, que se incline nuestra frente reverente, que alabe a Jesucristo y que le adore, por su conquista hacia nosotros. Tratando de atraer nuestro amor con su paciencia y ternura. No hay nada que detenga el amor de Dios, ni el pecado ni la desobediencia. Nada, ni la misma muerte. Por eso mi corazón lleno y rebozando de gratitud quiere, desea, necesita cuando lo vea, poner a Sus pies mi corona.


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